PRESENTACIÓN

LAS PENAS CON HUMOR SON MENOS PENAS

Este es el blog suboficial de PENURIAS EXQUISITAS, mi primera novela. Pero, sobre todo, es un espacio dedicado a la literatura de humor en el sentido más amplio de la expresión. Si un relato entretiene a quien lo lee y le ayuda a olvidarse de sus problemas por unos instantes, bienvenido sea. Aunque en el texto no se realice un alarde estilístico o se haga una brillante reflexión filosófica o futbolística. Como diría un albañil: cuanto más divertida sea una obra, mejor. En palabras de Mariano, el protagonista de esta novela, "Si, además de entretener al sujeto lector, se provoca su hilaridad, se cobran dos volátiles de una detonación."


jueves, 1 de agosto de 2013

ME VOY PA’L PUEBLO



     Siempre fui un trotamundos. Comencé a viajar al extranjero cuando era un estudiante y, durante muchos años, pasé mis vacaciones de verano visitando destinos exóticos para conocer pueblos y culturas diferentes. Luego me casé y mis viajes en pareja se circunscribieron a los civilizados países europeos. Y, con la llegada de los niños, renuncié definitivamente a los viajes a destinos pintorescos y a la aventura. Mi única salida anual se redujo al viaje que realizaba junto a mi familia para pasar el mes de agosto en un apartamento en la playa levantina. Hasta que llegó la crisis. Mi mujer se quedó en el paro el año pasado y tuvimos que apretarnos el cinturón, así que decidimos pasar el mes de vacaciones en el pueblo de mis padres. Allí teníamos el viejo caserón familiar a nuestra disposición, de forma que hospedaje nos salía gratis. Y el ambiente sosegado de la vida en el campo era ideal para relajarme del trabajo y para que los niños disfrutasen de unos días de sanas actividades lúdicas en un marco de libertad y contacto con la naturaleza.
     Este verano, repetimos destino. Nos vamos la próxima semana y llevo unos días que apenas he podido dormir de la emoción, como si en vez de a un tranquilo pueblecito aragonés me fuera a una expedición por el Afganistán de los talibanes en compañía de George Bush y el Papa Francisco.
    Todavía tengo frescos los días inolvidables que pasamos el agosto pasado. Regresar al pueblo fue para mí como volver a mi niñez, cuando pasaba los estíos con mis abuelos en aquel villorrio. Lo primero fue el reencuentro con mis orígenes. En el pueblo todo el mundo es pariente y pasamos los primeros días de vacaciones de casa en casa de nuestros familiares, saludando ovinamente a primos, tíos, sobrinos, etc. porque nosotros pertenecemos a la familia de los Corderos (allí todo el mundo tiene apodo). La dinastía de los Corderos se originó cuando mi bisabuelo, el tío Conejo se casó con la tía Culebra. De aquella unión antinatura nació el primer Cordero (mi abuelo). También somos parientes del tío el Soseras (un abuelote de lo más divertido) y la tía Guindillas (una paisana de carácter flemático), de mis primos el Güevos (dueño de una granja avícola) y el Andares (que es cojo y tiene un caminar de lo más insinuante). Además somos familia de Pili la Colonias,  el tío Putero, Perico el Tintorro, y parientes lejanos del carnicero, el tío Caraoveja, y su mujer, la tía Diabla, entre otros.
      También recuperé los sonidos de mi infancia, apelativos cariñosos que mis paisanos mañicos me soltaban como si estuvieran cantando una jota: “argellao, esgangillao, morrudo, ababol…” Todo el mundo en el pueblo parecía sacado de una película de Paco Martínez Soria. Oírlos hablar resultaba tan exótico como escuchar una conversación entre dos aborígenes australianos. Me pasé tres semanas creyendo que cuando mi tía Consuelo me decía si quería “unos peducos pa’no pasar frío en el catre” no se brindaba para tirarse unos cuescos en mi cama y calentarla antes de que yo me fuera a dormir, sino que me estaba ofreciendo unos calcetines para tener los pies calienes. Y, cuando mi tío el Hornero me dijo: “Tu hembra se ha hecho la picha un lío con el Manolo porque es una zaforas”, no me estaba informando de que mi mujer me había puesto los cuernos con un mozo del pueblo porque era una zorra, sólo que se había equivocado al intentar colocar la ordeñadora al toro durante su visita a la granja familiar porque la pobre era muy torpe. Até cabos en el consultorio médico, cuando el médico del pueblo me tradujo el mensaje mientras le proporcionaba un fuerte calmante a mi señora, presa de un ataque de pánico tras quedar impresionada por la airada reacción del toro Manolo.
     Otro de los atractivos de las vacaciones rurales es la vida sana. Decidido  a hacer ejercicio en aquel aire libre de contaminación, salí a pasear por el campo con Lobo, mi perro, a primera hora de la mañana siguiente a nuestra llegada. Apenas nos habíamos alejado un kilómetro de las casas cuando nos envolvió un aroma espeso y  penetrante procedente de las granjas que flanqueaban el camino. El olor era tan intenso que mi pequeño terrier, que hace gala de un exquisito olfato, cayó desplomado cuando apenas llevábamos unos minutos inmersos en la nube tóxica. Cogía al inconsciente Lobo en brazos y corrí al pueblo. Cuando le expliqué al veterinario que el perro se había desmayado porque olía a mierda de cerdo, el paisano me contestó enigmático: “Huele a perricas, ababol”. Y, después de darle a oler unas sales al terrier  para despertarlo, nos despidió afectuosamente: “Hala, a cascala.”
     Aquel episodio me hizo decantarme por un tipo de ejercicio más acorde con el contexto rural: el trabajo en el huerto. Cada tarde, en cuanto cedía el calor, acompañaba a  mi primo el Guindillas hasta un pequeño terreno donde cultivaba todo tipo de hortalizas para consumo propio. Pero mis limitaciones urbanitas me abocaron a una serie de irritantes experiencias con ortigas, tábanos, cardos borriqueros y avispas que me condujeron de nuevo a la consulta del médico del pueblo. El doctor me devolvió a la vida sana con una inyección equina de antihistamínico y litros de amoniaco para las picaduras.
     Cambié de deporte. Animado por mi amigo Perico el Zorro, todo un experto en la caza del conejo, me saqué la licencia de armas y me dispuse a practicar el noble arte de la caza con la vieja escopeta de mi abuelo y la ayuda de mi terrier. En la primera expedición cinegética, todo iba de maravilla hasta que mi amigo disparó a una codorniz que surgió de un rastrojo. El sonido del tiro hizo que Lobo también saliera disparado. Estaba completamente fuera de sí y aullaba como si le estuvieran dando una paliza. No paró hasta que llegó a la casa del pueblo y se metió bajo nuestra cama de matrimonio. Allí permanecía acurrucado todo el día y se ponía a temblar de miedo y a gemir al menor ruido, convencido de que alguien quería atentar contra su vida. El veterinario emitió su diagnostico: “el chucho se ha escogorciao del pasmo”, le pinchó un tranquilizante y le recomendó reposo y actividades no estresantes.
      De manera que dejé el ejercicio físico para mis hijos. Ya se sabe que, al contrario de lo que ocurre en la ciudad,  el pueblo es el medio ideal para que los niños se ejerciten en sus juegos de forma libre y con total seguridad. Apenas había transcurrido una semana cuando el chaval de un vecino vino a buscarme a casa a media tarde. "Tu zagal se ha estozolao y ha dao la pingoleta con la bici, pero ha tenido chorra porque ha caído al fiemo y no se ha hecho ninguna cuquera", me dijo. A partir de aquel día se fueron sucediendo los sanos incidentes: principio de pulmonía de mi niña tras bañarse en el río, descalabro del crío al caer de un manzano, pérdida de dos dientes del chico practicando puenting rural, múltiples heridas inciso-contusas provocadas por el ataque furibundo de unas gallinas cluecas a mi hija… En total, seis visitas con mis criaturas al médico del pueblo y tres viajes al servicio de urgencias del Hospital Provincial.
     Pero aquellos episodios no me quitaban el sueño. Ya se sabe que en el pueblo se duerme mejor que en la ciudad porque no hay ruidos del tráfico, sirenas, camiones de la basura… Los accidentes de mis hijos no me quitaban el sueño porque ya me lo habían quitado otros elementos típicos del mundo rural. De cinco a ocho de la mañana, los gallos de los corrales vecinos a nuestra casa anunciaban la llegada del nuevo día con sus deliciosos cánticos. De ocho a una del mediodía, la megafonía del pueblo difundía los bandos del señor alcalde (que era un tipo muy bandolero y escribía un mínimo de dos al día), los anuncios de los comercios locales (Carnicería Ternasquicos, Frutería de La María; Modas El Cachirulo…), la agenda municipal, los actos programados para las fiestas patronales, los oficios religiosos… Eso sí, los altavoces hacían un descanso de una hora a las once para deleitar a los paisanos con una sesión de pasodobles clásicos. Y, a la hora de ir a dormir por la noche, los aldeanos sacaban sus sillas a la calle y hablaban animadamente mientras tomaban la fresca hasta altas horas de la madrugada. Total, que me pasé las vacaciones en estado catatónico: durante el día apenas me podía mover por el cansancio acumulado, tenía los ojos rojos ocultos por los pesados párpados y el entendimiento nublado por la falta de descanso.
     Hasta que llegaron las fiestas patronales que se celebraban la última semana de agosto. Mi mujer y mi hija se empeñaron en que la pequeña fuera "maja infantil" de las fiestas. Durante dos semanas no dejaron de machacarme hasta que accedí a gastarme casi dos mil euros entre los tres trajes de la dama, cenas, fotos, etc. “Hala, a cascala el presupuesto familiar”.  El niño, me salió más barato. Sólo el precio de los calmantes y antibióticos que hubo que administrarle después de que el primer día de fiestas lo descalabrase el hijo del Avechucho en las cucañas del pueblo. El pobre Lobo terminó  sedado y amarrado con una camisa de fuerza improvisada con dos pantalones de mis hijos, después de que se volviera loco la noche de los fuegos artificiales hasta el punto de intentar suicidarse tirándose por el balcón de nuestra habitación. Y yo, animado por el revuelto de anís y moscatel del desayuno típico del día del patrón, me apunté a correr el encierro con mis amigos. Cuando ellos me dijeron: "¡Coooo! Alamañooooo. Ahivadeahí, pero escapao. Dale a los maripís…" Yo intentaba descifrar el significado de sus palabras mientras ellos se alejaban hacia las vallas. Pero entre el sueño y el alcohol, me hice la picha un lío. En vez de salir esopeteao, me quedé parado como un ababol y la vaquilla me cascó un tozolón en el culo que me hizo dar la pingoleta. Menos mal que era pequeña y apenas tenía cuernos. "De esta vas a salir bien escocido”, me decía el médico mientras me cosía la herida que la vaquilla me había hecho en la nalga derecha. Y es que aquel accidente disparó mi popularidad en el pueblo, hasta el punto de que, durante los días siguientes, todo el mundo me señalaba al pasar y se descojonaba de risa.   
     Sin duda, fueron unas vacaciones inolvidables. Mi mujer y mis hijos lo pasaron en grande. Yo me reencontré con el trotamundos que llevo dentro y conocí una cultura que, aunque cercana, es muy diferente a la urbana en la que me desenvuelvo habitualmente. Volví a sentir la emoción del trotamundos inmerso en un caos constante y que no sabe cómo terminará el día. Y me sentí joven de nuevo. Como me dijo el tío Sentencias: "Rediós, sigues tan estalentao como cuando eras un zagal". ¿Quién me iba a decir que a mi edad iba a correr tantas aventuras? Además, hice un gran amigo: el medico del pueblo. Al final, me sentía completamente integrado en el ambiente rural. Incluso fundé una nueva dinastía: soy el patriarca de los Culorroto. Y los paisanos, que son muy afectuosos, hasta me compusieron una jotica:
Al tío Culorroto
lo ha pillao el toro,
le ha metido el cuerno
por el chirimbolo.