Siempre fui un trotamundos. Comencé a viajar al extranjero cuando era un estudiante y, durante muchos años, pasé mis vacaciones de verano visitando destinos exóticos para conocer pueblos y culturas diferentes. Luego me casé y mis viajes en pareja se circunscribieron a los civilizados países europeos. Y, con la llegada de los niños, renuncié definitivamente a los viajes a destinos pintorescos y a la aventura. Mi única salida anual se redujo al viaje que realizaba junto a mi familia para pasar el mes de agosto en un apartamento en la playa levantina. Hasta que llegó la crisis. Mi mujer se quedó en el paro el año pasado y tuvimos que apretarnos el cinturón, así que decidimos pasar el mes de vacaciones en el pueblo de mis padres. Allí teníamos el viejo caserón familiar a nuestra disposición, de forma que hospedaje nos salía gratis. Y el ambiente sosegado de la vida en el campo era ideal para relajarme del trabajo y para que los niños disfrutasen de unos días de sanas actividades lúdicas en un marco de libertad y contacto con la naturaleza.
Este verano, repetimos
destino. Nos vamos la próxima semana y llevo unos días que
apenas he podido dormir de la emoción, como si en vez de a un tranquilo
pueblecito aragonés me fuera a una expedición por el Afganistán de los
talibanes en compañía de George Bush y el Papa Francisco.
Todavía tengo
frescos los días inolvidables que pasamos el agosto pasado. Regresar al pueblo fue
para mí como volver a mi niñez, cuando pasaba los estíos con mis abuelos en
aquel villorrio. Lo primero fue el reencuentro con mis orígenes. En el pueblo
todo el mundo es pariente y pasamos los primeros días de vacaciones de casa en
casa de nuestros familiares, saludando ovinamente a primos, tíos, sobrinos,
etc. porque nosotros pertenecemos a la familia de los Corderos (allí todo el
mundo tiene apodo). La dinastía de los Corderos se originó cuando mi bisabuelo,
el tío Conejo se casó con la tía Culebra. De aquella unión antinatura nació el
primer Cordero (mi abuelo). También somos parientes del tío el Soseras (un
abuelote de lo más divertido) y la tía Guindillas (una paisana de carácter
flemático), de mis primos el Güevos (dueño de una granja avícola) y el Andares
(que es cojo y tiene un caminar de lo más insinuante). Además somos familia de
Pili la Colonias ,
el tío Putero, Perico el Tintorro, y
parientes lejanos del carnicero, el tío Caraoveja, y su mujer, la tía Diabla,
entre otros.
También recuperé
los sonidos de mi infancia, apelativos cariñosos que mis paisanos mañicos me
soltaban como si estuvieran cantando una jota: “argellao, esgangillao, morrudo,
ababol…” Todo el mundo en el pueblo parecía sacado de una película de Paco Martínez
Soria. Oírlos hablar resultaba tan exótico como escuchar una conversación entre
dos aborígenes australianos. Me pasé tres semanas creyendo que cuando mi tía
Consuelo me decía si quería “unos peducos pa’no pasar frío en el catre” no se brindaba para tirarse unos
cuescos en mi cama y calentarla antes de que yo me fuera a dormir, sino que me
estaba ofreciendo unos calcetines para tener los pies calienes. Y, cuando mi
tío el Hornero me dijo: “Tu hembra se ha hecho la picha un lío con el Manolo porque
es una zaforas”, no me estaba informando de que mi mujer me había puesto los
cuernos con un mozo del pueblo porque era una zorra, sólo que se había
equivocado al intentar colocar la ordeñadora al toro durante su visita a la
granja familiar porque la pobre era muy torpe. Até cabos en el consultorio
médico, cuando el médico del pueblo me tradujo el mensaje mientras le
proporcionaba un fuerte calmante a mi señora, presa de un ataque de pánico tras
quedar impresionada por la airada reacción del toro Manolo.
Otro de los
atractivos de las vacaciones rurales es la vida sana. Decidido a hacer ejercicio en aquel aire libre de
contaminación, salí a pasear por el campo con Lobo, mi perro, a primera hora de
la mañana siguiente a nuestra llegada. Apenas nos habíamos alejado un kilómetro
de las casas cuando nos envolvió un aroma espeso y penetrante procedente de las granjas que
flanqueaban el camino. El olor era tan intenso que mi pequeño terrier, que hace
gala de un exquisito olfato, cayó desplomado cuando apenas llevábamos unos
minutos inmersos en la nube tóxica. Cogía al inconsciente Lobo en brazos y
corrí al pueblo. Cuando le expliqué al veterinario que el perro se había
desmayado porque olía a mierda de cerdo, el paisano me contestó enigmático: “Huele
a perricas, ababol”. Y, después de darle a oler unas sales al terrier para despertarlo, nos despidió afectuosamente:
“Hala, a cascala.”
Aquel episodio me
hizo decantarme por un tipo de ejercicio más acorde con el contexto rural: el
trabajo en el huerto. Cada tarde, en cuanto cedía el calor, acompañaba a mi primo el Guindillas hasta un pequeño
terreno donde cultivaba todo tipo de hortalizas para consumo propio. Pero mis
limitaciones urbanitas me abocaron a una serie de irritantes experiencias con ortigas,
tábanos, cardos borriqueros y avispas que me condujeron de nuevo a la consulta
del médico del pueblo. El doctor me devolvió a la vida sana con una inyección equina
de antihistamínico y litros de amoniaco para las picaduras.
Cambié de deporte. Animado por mi amigo Perico
el Zorro, todo un experto en la caza del conejo, me saqué la licencia de armas
y me dispuse a practicar el noble arte de la caza con la vieja escopeta de mi
abuelo y la ayuda de mi terrier. En la primera expedición cinegética, todo iba
de maravilla hasta que mi amigo disparó a una codorniz que surgió de un
rastrojo. El sonido del tiro hizo que Lobo también saliera disparado. Estaba
completamente fuera de sí y aullaba como si le estuvieran dando una paliza. No
paró hasta que llegó a la casa del pueblo y se metió bajo nuestra cama de
matrimonio. Allí permanecía acurrucado todo el día y se ponía a temblar de
miedo y a gemir al menor ruido, convencido de que alguien quería atentar contra
su vida. El veterinario emitió su diagnostico: “el chucho se ha escogorciao del
pasmo”, le pinchó un tranquilizante y le recomendó reposo y actividades no
estresantes.
De manera que dejé
el ejercicio físico para mis hijos. Ya se sabe que, al contrario de lo que
ocurre en la ciudad, el pueblo es el
medio ideal para que los niños se ejerciten en sus juegos de forma libre y con
total seguridad. Apenas había transcurrido una semana cuando el chaval de un
vecino vino a buscarme a casa a media tarde. "Tu zagal se ha estozolao y
ha dao la pingoleta con la bici, pero ha tenido chorra porque ha caído al fiemo
y no se ha hecho ninguna cuquera", me dijo. A partir de aquel día se
fueron sucediendo los sanos incidentes: principio de pulmonía de mi niña tras
bañarse en el río, descalabro del crío al caer de un manzano, pérdida de dos
dientes del chico practicando puenting rural, múltiples heridas inciso-contusas
provocadas por el ataque furibundo de unas gallinas cluecas a mi hija… En
total, seis visitas con mis criaturas al médico del pueblo y tres viajes al
servicio de urgencias del Hospital Provincial.
Pero aquellos
episodios no me quitaban el sueño. Ya se sabe que en el pueblo se duerme mejor
que en la ciudad porque no hay ruidos del tráfico, sirenas, camiones de la
basura… Los accidentes de mis hijos no me quitaban el sueño porque ya me lo habían
quitado otros elementos típicos del mundo rural. De cinco a ocho de la mañana,
los gallos de los corrales vecinos a nuestra casa anunciaban la llegada del
nuevo día con sus deliciosos cánticos. De ocho a una del mediodía, la megafonía
del pueblo difundía los bandos del señor alcalde (que era un tipo muy bandolero
y escribía un mínimo de dos al día), los anuncios de los comercios locales
(Carnicería Ternasquicos, Frutería de La María ; Modas El Cachirulo…), la agenda municipal, los
actos programados para las fiestas patronales, los oficios religiosos… Eso sí, los
altavoces hacían un descanso de una hora a las once para deleitar a los
paisanos con una sesión de pasodobles clásicos. Y, a la hora de ir a dormir por la noche, los
aldeanos sacaban sus sillas a la calle y hablaban animadamente mientras tomaban
la fresca hasta altas horas de la madrugada. Total, que me pasé las vacaciones en
estado catatónico: durante el día apenas me podía mover por el cansancio
acumulado, tenía los ojos rojos ocultos por los pesados párpados y el
entendimiento nublado por la falta de descanso.
Hasta que llegaron
las fiestas patronales que se celebraban la última semana de agosto. Mi mujer y
mi hija se empeñaron en que la pequeña fuera "maja infantil" de las
fiestas. Durante dos semanas no dejaron de machacarme hasta que accedí a
gastarme casi dos mil euros entre los tres trajes de la dama, cenas, fotos,
etc. “Hala, a cascala el presupuesto familiar”.
El niño, me salió más barato. Sólo el precio de los calmantes y
antibióticos que hubo que administrarle después de que el primer día de fiestas
lo descalabrase el hijo del Avechucho en las cucañas del pueblo. El pobre Lobo
terminó sedado y amarrado con una camisa
de fuerza improvisada con dos pantalones de mis hijos, después de que se
volviera loco la noche de los fuegos artificiales hasta el punto de intentar
suicidarse tirándose por el balcón de nuestra habitación. Y yo, animado por el
revuelto de anís y moscatel del desayuno típico del día del patrón, me apunté a
correr el encierro con mis amigos. Cuando ellos me dijeron: "¡Coooo! Alamañooooo.
Ahivadeahí, pero escapao. Dale a los maripís…" Yo intentaba descifrar el
significado de sus palabras mientras ellos se alejaban hacia las vallas. Pero
entre el sueño y el alcohol, me hice la picha un lío. En vez de salir esopeteao,
me quedé parado como un ababol y la vaquilla me cascó un tozolón en el culo que
me hizo dar la pingoleta. Menos mal que era pequeña y apenas tenía cuernos.
"De esta vas a salir bien escocido”, me decía el médico mientras me cosía
la herida que la vaquilla me había hecho en la nalga derecha. Y es que aquel
accidente disparó mi popularidad en el pueblo, hasta el punto de que, durante
los días siguientes, todo el mundo me señalaba al pasar y se descojonaba de
risa.
Sin duda, fueron
unas vacaciones inolvidables. Mi mujer y mis hijos lo pasaron en grande. Yo me
reencontré con el trotamundos que llevo dentro y conocí una cultura que, aunque
cercana, es muy diferente a la urbana en la que me desenvuelvo habitualmente.
Volví a sentir la emoción del trotamundos inmerso en un caos constante y que no sabe cómo
terminará el día. Y me sentí joven de nuevo. Como me dijo el tío Sentencias: "Rediós,
sigues tan estalentao como cuando eras un zagal". ¿Quién me iba a decir que
a mi edad iba a correr tantas aventuras? Además, hice un gran amigo: el medico
del pueblo. Al final, me sentía completamente integrado en el ambiente rural. Incluso fundé una nueva dinastía: soy el patriarca de los Culorroto. Y los
paisanos, que son muy afectuosos, hasta me compusieron una jotica:
Al tío Culorroto
lo ha pillao el toro,
le ha metido el cuerno
por el chirimbolo.