Me crié entre las faldas de mi madre. Mi
educación quedó por completo en sus manos tras la prematura muerte de mi progenitor.
Mientras mis compañeros de colegio jugaban a fútbol y probaban sus fuerzas
en peleas, yo me ejercitaba en el ballet
clásico o acompañaba a mi madre a recitales poéticos. Así que no fui consciente
de que mi hombría no era convencional hasta que abandoné el nido familiar para
incorporarme al servicio militar. Nunca olvidaré los gritos despiadados de
aquel sargento chusquero durante mi instrucción : ”Gutiérrez...A ver si damos
pasos de hombre que pareces una bailarina rusa... Nenaza.” Las palabras del suboficial
me despertaron de mi afeminado sueño materno a la vez que despertaban las masculinas risas de los
otros reclutas. Fue entonces cuando comencé a despejar las dudas sobre mi virilidad.
Comencé a reciclarme. Cambié mi forma de andar. Cada día me colocaba varios pares de calzoncillos hasta que su volumen hacía imposible un mínimo cruce de las piernas que se movían paralelas entre sí como cualquier varón. Ya me estaba acostumbrando cuando comenzaron las primeras calores, con el roce se me irritó la entrepierna y pasé el verano caminando como John Wayne. También prescindí de las mascarillas nutritivas para mi rostro. Cada noche me encerraba en un váter y durante media hora cubría mi rostro de rodajas de pepino. Me excusaba ante mis compañeros diciendo que sufría estreñimiento. Después de cada sesión tiraba los restos pringosos del pepino por la ventana, donde eran devorados por la cabra que era la mascota de nuestro regimiento. Tras unas semanas de tratamiento, el animal sufrió una descomposición crónica que estuvo a punto de acabar con su vida y el capitán amenazó con pasar por las armas al autor del envenenamiento.
Comencé a reciclarme. Cambié mi forma de andar. Cada día me colocaba varios pares de calzoncillos hasta que su volumen hacía imposible un mínimo cruce de las piernas que se movían paralelas entre sí como cualquier varón. Ya me estaba acostumbrando cuando comenzaron las primeras calores, con el roce se me irritó la entrepierna y pasé el verano caminando como John Wayne. También prescindí de las mascarillas nutritivas para mi rostro. Cada noche me encerraba en un váter y durante media hora cubría mi rostro de rodajas de pepino. Me excusaba ante mis compañeros diciendo que sufría estreñimiento. Después de cada sesión tiraba los restos pringosos del pepino por la ventana, donde eran devorados por la cabra que era la mascota de nuestro regimiento. Tras unas semanas de tratamiento, el animal sufrió una descomposición crónica que estuvo a punto de acabar con su vida y el capitán amenazó con pasar por las armas al autor del envenenamiento.
Abandoné
el uso del desodorante. Animado por las reprimendas del sargento que, dotado de
un apéndice olfativo excepcional, pasaba revista de axilas al terminar los
ejercicios para comprobar el grado de entrega de los soldados. Yo acababa
exhausto en cada sesión, pero el sargento no dejaba de amonestarme a voces
delante de mis compañeros: "No te esfuerzas Gutiérrez, hueles como un
bebé.” Desistí
en mi cruzada contra los malos olores. Había comprado dos ambientadores. Uno lo
dejé en la pequeña estancia donde dormía con otros tres soldados, escondido
debajo de mi litera. Una mañana que me encontraba resfriado, regresé al
barracón vacío y sorprendí a la mascota del regimiento cuando devoraba el
artilugio atraída por su color verde y
el olor a lavanda fresca. El otro ambientador lo coloqué en el interior del
carro de combate que conducía, escondido bajo el asiento. El teniente, alarmado
por el extraño tufo que desprendía el tanque, me ordenó llevarlo a los talleres
para que le realizaran una revisión completa y
me arrestó por no informar de la avería.
Una
tarde salí de fiesta con varios reclutas. Quería dejar clara mi
masculinidad, así que bebí tantas cervezas como
los otros a pesar de mi inexperiencia alcohólica. Terminamos en un local de
striptease muy popular entre la tropa. Las chicas serpenteaban en las barras
del escenario al ritmo de la música . A la segunda ronda de cervezas comencé a sentirme mareado. Sonó una versión de
“Carmen” para dar entrada a un nuevo número. La música de Bizet había sido pasada por un sintetizador pero era claramente reconocible. Las notas se
fueron introduciendo en mi mente hasta apoderarse por entero de mi voluntad.
Sin detenerme a pensar me levanté y me dirigí al escenario. Mis amigos que
comenzaron a vitorearme. Subí por las
escalerillas que había al fondo de la sala y comencé a bailar la escena primera
de aquel ballet clásico. Una serie de saltos laterales ejecutados con una
técnica perfecta ,culminados por un salto de altura en el centro, seguidos de
una sucesión de diminutos pasos sobre las puntas de los pies. Mis colegas
enmudecieron y sus vítores fueron sustituidos por el abucheo del público.
Cuando intenté que una de las señoritas
abriera sus piernas hasta la horizontal , las protestas de la bailarina provocaron la entrada en escena de una
pandilla de coristas incompetentes que me sacaron en volandas de las tablas. Me
arrastraron hasta la calle mientras mis pies no podían dejar de danzar.
Regresamos al cuartel y nos cruzamos con un capitán. Mientras mis compañeros
ejecutaban mecánicamente el saludo militar sin gracia alguna, yo decidí
obsequiar a mi superior con una bonita arabesque.
Extendí totalmente los brazos hacia los lados y elevé mi pierna izquierda,
mientras el cuerpo guardaba un equilibrio perfecto sobre mi pie derecho. El
mando , falto de sensibilidad estética, me arreó un bofetón también perfecto. Mientras
caía al suelo, un chorro de vómitos salió disparado de mi boca como si fuera un
obús haciendo blanco en el uniforme verde de mi superior. La resaca me duró la
semana que pasé en el calabozo, pero cuando me reincorporé a mi escuadrón era
un héroe entre la tropa.
El carnet de vehículos pesados que había obtenido
en el ejército me permitió conseguir mi primer empleo en la vida civil y
abandonar el hogar materno. Conducía un camión con el que suministraba a una
cadena de supermercados. Aunque el
trabajo no era especialmente duro, los profesionales del transporte se
expresaban con un léxico tan viril que la comunicación con mis colegas me
resultaba difícil. El encargado terminaba todas las frases con la palabra coño. Cuando me asignó mi primer camión, me soltó:“Sube, coño” ,yo no tenía muy claro si tenía prisa por
enseñarme la cabina del trailer o me estaba llamando afeminado. Otro día, a primera hora, me dijo: “ Ahora a almorzar, coño” y me hizo dudar: no sabía si me hablaba de desayunar en una cafetería o de acercarnos a un club
de carretera a picar algo. Otro tanto me ocurrió cuando un compañero me propuso: "Vamos
a comer, cojones”. Yo dudaba de si me incitaba al canibalismo gonadal masculino
o se refería a un menú convencional. Nunca me ha gustado esa manía de utilizar
palabras malsonantes de algunos hombres, ¿por qué decir coño o cojones cuando
se pueden utilizar los términos vagina y testículos?
Apenas llevaba un mes en el trabajo cuando
regresaba de un viaje a Zaragoza. Era verano y la carretera parecía un mar de asfalto. Me detuve en un área de servicio
para refrescarme y poner combustible. Al volver
al camión, un joven me preguntó si iba hacia Barcelona y le dejé subir.
Nos pusimos en marcha y coloqué una cinta en el radiocasete. Poco a poco, la
sensualidad de los boleros fue inundando toda la cabina. El chico resultó ser
un enamorado de la música romántica. También le gustaba vestir ropa ajustada como a mí. Le pedí que abriera la guantera y sacara una cajetilla de tabaco. Aceptó de
buen grado un cigarrillo mentolado y me confesó que eran sus preferidos. Me
pidió permiso para ponerse un poco de la crema bronceadora que yo siempre
llevaba en la guantera. Se quitó la camiseta y comenzó a untar su pecho
depilado con movimientos lentos y
voluptuosos. Mientras yo lo miraba de soslayo, él comenzó a hablarme de lo
atractivo que me encontraba. Terminó rogándome que nos detuviéramos para probar
las propiedades lubricantes del
bronceador en nuestras cavidades corporales. Intenté hacerle comprender con un
lenguaje delicado que mi amaneramiento era fruto solamente de mi delicada
educación y no de la homosexualidad. Pero no hubo manera, así que, en la
primera gasolinera salí de la carretera con la excusa de que necesitaba ir al
baño para ponerme una crema hidratante en mi reseco rostro. Y mientras él
esperaba mi regreso en el interior de la tienda de Repsol, yo salí corriendo de
los baños situados en el exterior, arranqué mi camión y lo dejé tostándose bajo
el sol de los Monegros. Decidí romper definitivamente con mi pasado afeminado
y, en el primer bar de camioneros que encontré, tiré a la basura mis cintas de
boleros, el bronceador y el tabaco mentolado. Compré todas las cintas de rumbas
y jotas aragonesas que había en los expositores y también una caja de puros enormes. Al día siguiente, dejé de vestirme cuidadosamente (combinar colores, seguir la moda...) y comencé a usar las
amplias bermudas y camisetas de tirantes que tanto triunfaban en nuestro gremio. También dejé de hacerme la manicura para poder ensartar con la uña de mi dedo meñique el cruasán del desayuno, como tantas veces había visto hacer a mi colega Manolo.
La
semana pasada coincidí con dos colegas de
mi empresa en un restaurante de carretera. Era la hora de comer, así que compartimos
mesa y mantel. Acompañamos el menú con abundante tinto y en la sobremesa
consumí un par de copas de coñac en mi intento por emular a aquellos auténticos
machos de la carretera. Retomé mi ruta envuelto en una nube de alcohol. Apenas
había recorrido unos kilómetros cuando me topé con un coche patrulla. Seguí las
indicaciones del agente lo mejor que pude. Detuve mi vehículo y bajé de la
cabina. Apareció ante mí un guardiacivil
con su brillante tricornio y una música se disparó en mi cabeza. Primero
era apenas un susurro, pero fue subiendo de intensidad hasta adueñarse de toda
mi voluntad. Eran las notas que Manuel de Falla había compuesto para “El
sombrero de tres picos”. Inicié mi actuación con una serie de flexiones
gráciles y seguí con giros alternativos sobre una pierna y otra en lateral. El
agente me miraba paralizado con el aparato del control de alcoholemia en las
manos. Continué con una serie de saltos laterales . Entró en escena otro agente de figura esbelta y pasos
armoniosos ,cual primera bailarina .
Cuando llegó el momento culminante de la obra, tomé al segundo agente por el
talle y lo elevé. Su figura en el aire transmitía una sensación de ligereza y
equilibrio. Lo deje sobre el asfalto con la suavidad con que se posa una
mariposa en una flor. Cuando yo esperaba que nos fundiéramos en un abrazo, tal
como sucede en la coreografía original,
el agente asió mi brazo derecho con brusquedad y me lo retorció hasta
inmovilizarme. Me esposaron con rudeza muy masculina y me llevaron al
cuartelillo.
Los
guardias civiles describieron mi comportamiento en su atestado como “ desvaríos varios producidos por el consumo abusivo de licores alcohólicos”. Nadie se
enteró de que en mi desvarío interpretaba un ballet clásico y en el gremio del
transporte se tomaron mi insubordinación con la autoridad como una machada. Así
que ahora mi reputación entre los profesionales del volante es excelente. Y, aunque me van
a retirar el carnet durante tres meses por conducir bajo los efectos del
alcohol, estoy contento.
Esta mañana he tenido una conversación de hombre a hombre con mi jefe. La empresa tiene contratada una póliza de seguros para sus empleados que cubre esta eventualidad tan masculina (retirada de carnet por positivo en control de alcoholemia), así que no voy a perder mi salario. Además ,mi jefe me ha dado un viril apretón de manos mientras me prometía sonriente que volveré al tajo como si nada en cuanto pase el periodo de sanción.
Mi viaje hacia la masculinidad ha sido largo y duro, cual miembro viril enhiesto, pero hoy sé que ha valido la pena. Por fin me siento integrado en este mundo de hombres. Estoy tan feliz que me entran ganas de calzarme mis zapatillas de ballet y ponerme a bailar "El Cascanueces".
Esta mañana he tenido una conversación de hombre a hombre con mi jefe. La empresa tiene contratada una póliza de seguros para sus empleados que cubre esta eventualidad tan masculina (retirada de carnet por positivo en control de alcoholemia), así que no voy a perder mi salario. Además ,mi jefe me ha dado un viril apretón de manos mientras me prometía sonriente que volveré al tajo como si nada en cuanto pase el periodo de sanción.
Mi viaje hacia la masculinidad ha sido largo y duro, cual miembro viril enhiesto, pero hoy sé que ha valido la pena. Por fin me siento integrado en este mundo de hombres. Estoy tan feliz que me entran ganas de calzarme mis zapatillas de ballet y ponerme a bailar "El Cascanueces".
No hay comentarios:
Publicar un comentario