PRESENTACIÓN

LAS PENAS CON HUMOR SON MENOS PENAS

Este es el blog suboficial de PENURIAS EXQUISITAS, mi primera novela. Pero, sobre todo, es un espacio dedicado a la literatura de humor en el sentido más amplio de la expresión. Si un relato entretiene a quien lo lee y le ayuda a olvidarse de sus problemas por unos instantes, bienvenido sea. Aunque en el texto no se realice un alarde estilístico o se haga una brillante reflexión filosófica o futbolística. Como diría un albañil: cuanto más divertida sea una obra, mejor. En palabras de Mariano, el protagonista de esta novela, "Si, además de entretener al sujeto lector, se provoca su hilaridad, se cobran dos volátiles de una detonación."


lunes, 4 de marzo de 2013

COREOGRAFÍA DE UNA VIRILIDAD INCIERTA


                                         
     Me crié entre las faldas de mi madre. Mi educación quedó por completo en sus manos tras la prematura muerte de mi progenitor. Mientras mis compañeros de colegio jugaban a fútbol y probaban sus fuerzas en  peleas, yo me ejercitaba en el ballet clásico o acompañaba a mi madre a recitales poéticos. Así que no fui consciente de que mi hombría no era convencional hasta que abandoné el nido familiar para incorporarme al servicio militar. Nunca olvidaré los gritos despiadados de aquel sargento chusquero durante mi instrucción : ”Gutiérrez...A ver si damos pasos de hombre que pareces una bailarina rusa... Nenaza.” Las palabras del suboficial me despertaron de mi afeminado sueño materno a la vez que despertaban las masculinas risas de los otros reclutas. Fue entonces cuando comencé a despejar las dudas sobre mi virilidad.
     Comencé a reciclarme. Cambié mi forma de andar. Cada día me colocaba varios pares de calzoncillos hasta que su volumen hacía imposible un mínimo cruce de las piernas que se movían paralelas entre sí como cualquier varón. Ya me estaba acostumbrando cuando comenzaron las primeras calores, con el roce se me irritó la entrepierna y pasé el verano caminando como John Wayne. También prescindí de las mascarillas nutritivas para mi rostro. Cada noche me encerraba en un váter y durante media hora cubría mi rostro de rodajas de pepino. Me excusaba ante mis compañeros diciendo que sufría estreñimiento. Después de cada sesión tiraba los restos pringosos del pepino por la ventana, donde eran devorados por la cabra que era la mascota de nuestro regimiento. Tras unas  semanas de tratamiento, el animal sufrió una descomposición crónica que estuvo a punto de acabar con su vida y el capitán amenazó con pasar por las armas al autor del envenenamiento.
     Abandoné el uso del desodorante. Animado por las reprimendas del sargento que, dotado de un apéndice olfativo excepcional, pasaba revista de axilas al terminar los ejercicios para comprobar el grado de entrega de los soldados. Yo acababa exhausto en cada sesión, pero el sargento no dejaba de amonestarme a voces delante de mis compañeros: "No te esfuerzas Gutiérrez, hueles como un bebé.” Desistí en mi cruzada contra los malos olores. Había comprado dos ambientadores. Uno lo dejé en la pequeña estancia donde dormía con otros tres soldados, escondido debajo de mi litera. Una mañana que me encontraba resfriado, regresé al barracón vacío y sorprendí a la mascota del regimiento cuando devoraba el artilugio atraída  por su color verde y el olor a lavanda fresca. El otro ambientador lo coloqué en el interior del carro de combate que conducía, escondido bajo el asiento. El teniente, alarmado por el extraño tufo que desprendía el tanque, me ordenó llevarlo a los talleres para que le realizaran una revisión completa y  me arrestó por no informar de la avería.
     Una tarde salí de fiesta con varios reclutas. Quería dejar clara mi masculinidad, así que bebí  tantas cervezas como los otros a pesar de mi inexperiencia alcohólica. Terminamos en un local de striptease muy popular entre la tropa. Las chicas serpenteaban en las barras del escenario al ritmo de la música . A la segunda ronda de cervezas comencé a  sentirme mareado. Sonó una versión de “Carmen” para dar entrada a un nuevo número. La música de Bizet  había sido pasada por un sintetizador  pero era claramente reconocible. Las notas se fueron introduciendo en mi mente hasta apoderarse por entero de mi voluntad. Sin detenerme a pensar me levanté y me dirigí al escenario. Mis amigos que comenzaron a vitorearme. Subí  por las escalerillas que había al fondo de la sala y comencé a bailar la escena primera de aquel ballet clásico. Una serie de saltos laterales ejecutados con una técnica perfecta ,culminados por un salto de altura en el centro, seguidos de una sucesión de diminutos pasos sobre las puntas de los pies. Mis colegas enmudecieron y sus vítores fueron sustituidos por el abucheo del público. Cuando  intenté que una de las señoritas abriera sus piernas hasta la horizontal , las protestas de la bailarina  provocaron la entrada en escena de una pandilla de coristas incompetentes que me sacaron en volandas de las tablas. Me arrastraron hasta la calle mientras mis pies no podían dejar de danzar. Regresamos al cuartel y nos cruzamos con un capitán. Mientras mis compañeros ejecutaban mecánicamente el saludo militar sin gracia alguna, yo decidí obsequiar a mi superior con una bonita arabesque. Extendí totalmente los brazos hacia los lados y elevé mi pierna izquierda, mientras el cuerpo guardaba un equilibrio perfecto sobre mi pie derecho. El mando , falto de sensibilidad estética, me arreó un bofetón también perfecto. Mientras caía al suelo, un chorro de vómitos salió disparado de mi boca como si fuera un obús haciendo blanco en el uniforme verde de mi superior. La resaca me duró la semana que pasé en el calabozo, pero cuando me reincorporé a mi escuadrón era un héroe entre la tropa. 
     El carnet de vehículos pesados que había obtenido en el ejército me permitió conseguir mi primer empleo en la vida civil y abandonar el hogar materno. Conducía un camión con el que suministraba a una cadena de supermercados.  Aunque el trabajo no era especialmente duro, los profesionales del transporte se expresaban con un léxico tan viril que la comunicación con mis colegas me resultaba difícil. El encargado terminaba todas las frases con la palabra coño. Cuando me asignó mi primer camión, me soltó:“Sube, coño” ,yo no tenía muy claro si tenía prisa por enseñarme la cabina del trailer o me estaba llamando afeminado. Otro día, a primera hora,  me dijo: “ Ahora a almorzar, coño”  y me hizo dudar: no sabía si me hablaba de desayunar en una cafetería o de acercarnos a un club de carretera a picar algo. Otro tanto me ocurrió cuando un compañero me propuso: "Vamos a comer, cojones”. Yo dudaba de si me incitaba al canibalismo gonadal masculino o se refería a un menú convencional. Nunca me ha gustado esa manía de utilizar palabras malsonantes de algunos hombres, ¿por qué decir coño o cojones cuando se pueden utilizar los términos vagina y testículos? 
     Apenas llevaba un mes en el trabajo cuando regresaba de un viaje a Zaragoza. Era verano y la carretera parecía un mar de asfalto. Me detuve en un área de servicio para refrescarme y poner combustible. Al volver  al camión, un joven me preguntó si iba hacia Barcelona y le dejé subir. Nos pusimos en marcha y coloqué una cinta en el radiocasete. Poco a poco, la sensualidad de los boleros fue inundando toda la cabina. El chico resultó ser un enamorado de la música romántica. También le gustaba vestir ropa ajustada  como a mí. Le pedí  que abriera la guantera y  sacara una cajetilla de tabaco. Aceptó de buen grado un cigarrillo mentolado y me confesó que eran sus preferidos. Me pidió permiso para ponerse un poco de la crema bronceadora que yo siempre llevaba en la guantera. Se quitó la camiseta y comenzó a untar su pecho depilado con movimientos  lentos y voluptuosos. Mientras yo lo miraba de soslayo, él comenzó a hablarme de lo atractivo que me encontraba. Terminó rogándome que nos detuviéramos para probar las propiedades  lubricantes del bronceador en nuestras cavidades corporales. Intenté hacerle comprender con un lenguaje delicado que mi amaneramiento era fruto solamente de mi delicada educación y no de la homosexualidad. Pero no hubo manera, así que, en la primera gasolinera salí de la carretera con la excusa de que necesitaba ir al baño para ponerme una crema hidratante en mi reseco rostro. Y mientras él esperaba mi regreso en el interior de la tienda de Repsol, yo salí corriendo de los baños situados en el exterior, arranqué mi camión y lo dejé tostándose bajo el sol de los Monegros. Decidí romper definitivamente con mi pasado afeminado y, en el primer bar de camioneros que encontré, tiré a la basura mis cintas de boleros, el bronceador y el tabaco mentolado. Compré todas las cintas de rumbas y jotas aragonesas que había en los expositores y también una caja de puros enormes. Al día siguiente, dejé de vestirme cuidadosamente (combinar colores, seguir la moda...) y comencé a usar las amplias bermudas y camisetas de tirantes que tanto triunfaban en nuestro gremio. También dejé de hacerme la manicura para poder ensartar con la uña de mi dedo meñique el cruasán del desayuno, como tantas veces había visto hacer a mi colega Manolo.
     La semana pasada coincidí con dos colegas de mi empresa en un restaurante de carretera. Era la hora de comer, así que compartimos mesa y mantel. Acompañamos el menú con abundante tinto y en la sobremesa consumí un par de copas de coñac en mi intento por emular a aquellos auténticos machos de la carretera. Retomé mi ruta envuelto en una nube de alcohol. Apenas había recorrido unos kilómetros cuando me topé con un coche patrulla. Seguí las indicaciones del agente lo mejor que pude. Detuve mi vehículo y bajé de la cabina. Apareció ante mí un guardiacivil  con su brillante tricornio y una música se disparó en mi cabeza. Primero era apenas un susurro, pero fue subiendo de intensidad hasta adueñarse de toda mi voluntad. Eran las notas que Manuel de Falla había compuesto para “El sombrero de tres picos”. Inicié mi actuación con una serie de flexiones gráciles y seguí con giros alternativos sobre una pierna y otra en lateral. El agente me miraba paralizado con el aparato del control de alcoholemia en las manos. Continué con una serie de saltos laterales . Entró en escena  otro agente de figura esbelta y pasos armoniosos ,cual  primera bailarina . Cuando llegó el momento culminante de la obra, tomé al segundo agente por el talle y lo elevé. Su figura en el aire transmitía una sensación de ligereza y equilibrio. Lo deje sobre el asfalto con la suavidad con que se posa una mariposa en una flor. Cuando yo esperaba que nos fundiéramos en un abrazo, tal como sucede en la coreografía  original, el agente asió mi brazo derecho con brusquedad y me lo retorció hasta inmovilizarme. Me esposaron con rudeza muy masculina y me llevaron al cuartelillo.
     Los guardias civiles describieron mi comportamiento en su atestado como “ desvaríos varios producidos por el consumo abusivo de licores alcohólicos”. Nadie se enteró de que en mi desvarío interpretaba un ballet clásico y en el gremio del transporte se tomaron mi insubordinación con la autoridad como una machada. Así que ahora mi reputación entre los profesionales del volante es excelente. Y, aunque me van a retirar el carnet durante tres meses por conducir bajo los efectos del alcohol, estoy contento.
     Esta mañana he tenido una conversación de hombre a hombre con mi jefe. La empresa tiene contratada una póliza de seguros para sus empleados que cubre esta eventualidad tan masculina (retirada de carnet por positivo en control de alcoholemia), así que no voy a perder mi salario. Además ,mi jefe me ha dado un viril apretón de manos mientras me prometía sonriente que volveré al tajo como si nada en cuanto pase el periodo de sanción.
     Mi viaje hacia la masculinidad ha sido largo y duro, cual miembro viril enhiesto, pero hoy sé que ha valido la pena. Por fin me siento integrado en este mundo de hombres. Estoy tan feliz que me entran ganas de calzarme mis zapatillas de ballet y ponerme a bailar "El Cascanueces".


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