Siempre
fui un convencido practicante de la economía del consumismo. Tenía mis razones.
Me sobraba el dinero, vivía solo en mi ático de soltero, tenía un A 3 y un Mac.
Ganaba un buen sueldo trabajando de informático en una multinacional y no veía
la necesidad de gastar tiempo y esfuerzo para reutilizar cosas viejas cuando
podía comprarme lo que quisiera completamente nuevo. No me apetecía bajar con
la basura en veinte bolsas diferentes y pasear por todo el barrio como si fuera
un mendigo para llegar hasta los contenedores de colores situados donde Cristo
perdió el gorro. Además, estaba harto de que los políticos me bombardeasen a
todas horas con mensajes alarmistas apelando a la responsabilidad ecológica.
Como si el planeta se fuera a morir al día siguiente y yo fuera el único
responsable.
Pero
todo aquello pasó a mejor vida cuando me enamoré de Renata. La que luego sería
mi esposa era una fanática del reciclaje y yo me dejaba llevar por su
entusiasmo sostenible para conseguir su amor. Así fue como me enteré de de la
sorprendente muerte del obispo de Mondoñedo. Renata había decretado que
debíamos reutilizar las hojas del periódico cortadas a un tamaño adecuado para
limpiarnos a modo de papel higiénico. Una bochornosa tarde de agosto, se
levantó de la siesta y se fue al baño. Cuando regresó al dormitorio, estaba
cariñosa y nos pusimos a practicar el 69. Entonces me encontré con la noticia
impresa en las nalgas de mi novia y no me pude resistir a enterarme de los
detalles del óbito, lo que me acarreó la consiguiente bronca de mi pareja por
la pasusa amatoria.
Mi
novia también me hizo ver la luz, con su método sostenible de gestión de
residuos orgánicos. Una parte de los desechos producidos en la casa se
dedicaban a la producción de energía tras un periodo de putrefacción en un
depósito que canalizaba el metano resultante a la instalación del gas. La
producción era suficiente para hacer que funcionara la cocina, la calefacción
de la casa y para alimentar unos faroles de gas que llenaban de claridad
nuestro nidito de amor. Otra parte de los residuos orgánicos se empleaban para
la producción de composta, una especie de estiércol casero con el que
abonábamos nuestro huerto urbano y ecológico, instalado en la terraza del
ático, cuyos productos constituían la base de mi alimentación.
También aprendí en aquellos tiempos a refinar mis gustos ornamentales.
Descubrí la decoración sostenible, mucho más cálido que el frío estilo sueco
del Ikea que había gobernado mi vida de soltero. Mi salón se convirtió en un
alegre arco iris cuando instalamos en el salón diez contendores, diez, de
diferentes colores para realizar una recogida selectiva de basura. Verde:
vidrio, azul: cartón…
Todas aquellas innovaciones ecológicas hacían que fluyera en el ambiente
un olorcillo de lo más sano para el planeta, pero fatal para la pituitaria
humana. El problema lo solucionó Renata de forma sostenible, sólo había que
sostener una pinza en la nariz durante la permanencia en el piso.
Nuestro noviazgo terminó su vida útil cuando Renata se quedó embarazada incomprensiblemente:
usábamos condón en cada una de nuestros encuentros sexuales. Quizás tuvo algo
que ver que, por iniciativa de mi novia, reutilizábamos los preservativos –tras
lavarlos y tenderlos al sol en la terraza- unas veinte veces antes de
depositarlos en el cubo de basura amarillo.
Después de la boda todo cambió. Renata se recicló profesionalmente: dejó
su trabajo para dedicar todas sus energías a nuestro matrimonio. Pero abrumada
por el elevado consumo de productos nocivos para el medio ambiente que requería
la realización de la limpieza del hogar,
dejó de hacerla. Lo mismo ocurrió con la colada, de la que terminé encargándome
coincidiendo con mi ducha del sábado para ahorrarle al planeta agua, energía y
jabón. Sin embargo, en la cocina mi mujer demostró una creatividad poco común:
reciclaba el aceite de la sartén para otros guisos posteriores. De manera que
se ganaba sabor y de paso no contaminábamos con sustancias tóxicas el medio
ambiente. Así nació una innovadora cocina de autor en la que la sepia sabía a
bistec y las lentejas olían a pastel de chocolate. Hasta que decidí ocuparme de
cocinar de la forma más sostenible posible para mi delicado estómago. Orientado
por mi esposa, también me reciclé eliminando el consumo de cervezas con mis
amigos en el bar (empezamos a fabricar nuestro propio vino ecológico a partir
de los restos de la fruta convenientemente fermentados en el cubo de la
fregona) y renunciando al Canal + y a mi suscripción de La Vanguardia. Todo
para reducir la producción de residuos.
Al
principio yo accedía a aquellas limitaciones de mala gana, pero con la llegada
de nuestro bebé me conciencié de la necesidad de reciclar. Así lavaba con mucho
gusto sus pañales de tela (los de papel son un atentado contra nuestros
bosques) cada día en mi ducha matinal, a
la vez que hacía lo propio con la vajilla usada el día anterior, pensando que
esa era la manera de dejar un planeta en buen estado a mi retoño.
Pasó
el tiempo y mi mujer, que era enemiga de reciclar las calorías mediante el
ejercicio, fue acumulando grasas en toda su anatomía. De manera que su figura
dejó de ser sostenible y decidimos invertir todo el dinero que habíamos
ahorrado en los años de de guerra al consumismo en reciclar su físico por medio
de una liposucción y, ya metidos en quirófano, aumentar unas tallas su pecho.
La operación fue un éxito redondo. Renata tenía un aspecto radiante y con las grasas
que le extrajeron tuvimos materia prima con la que fabricar jabón ecológico
para todo un año.
Pero
un día se plantó ante mí cuando regresé del trabajo, se quitó la pinza de la
nariz y me dijo: “Te dejo, Félix. He conocido a otro hombre y me he enamorado…”
Mi mujer había abandonado la cultura del reciclaje y abrazado la filosofía del
usar y tirar: me usó para sus propósitos y me dejó tirado por un monitor de su
gimnasio que parecía un armario y hablaba como un armario.
Caí
en una profunda depresión que me llevó a intentar suicidarme ingiriendo dos
cajas de antidepresivos con abundante alcohol. Pero como el vino de elaboración
casera estaba en mal estado, a causa del
descuido de la producción en aquellos días aciagos, mi organismo no pudo soportarlo
y terminé vomitando los tóxicos en el contenedor rojo (desechos peligrosos). La
experiencia me dejó una úlcera galopante en el estómago que hizo que no me
quedaran ganas de volver a quitarme la vida.
Con el divorcio, mi exmujer se quedó con mis
últimos caprichos consumistas: el ático, el Audi y el Mac. Además le tengo que
pagar una pensión compensatoria a ella y otra alimenticia para el niño. Y como
me despidieron del trabajo por coger la baja laboral por depresión, con el
subsidio del paro apenas me llegaba para alquilar una habitación en un piso
compartido con una docena de paquistaníes.
Pero no le guardo ningún rencor a Renata. He pasado página y me he
reintroducido en el ciclo de la vida. He resurgido de mis cenizas como el ave fénix.
Me he sometido a un proceso de reciclaje emocional que me evitará futuros desengaños
para el resto de mis días. Ahora disfruto del amor fiel de Angelina, un maniquí
viejo que recogí de un contendor de basura de El Corte Inglés. Le coloco en la
cabeza la foto de mi actriz favorita del momento, reciclada de una revista del
corazón, y le incorporo en la entrepierna una hortaliza alargada de las
cosechadas en nuestro huerto vertical, ubicado en las paredes del patio
interior del piso, que, al final de su vida útil, reutilizo para alimentar a
nuestros pollos en la granja ecológica del balcón. Así puedo cumplir el sueño
de todo hombre: cambiar de amante cada noche con solo cambiar la foto del
maniquí.
También me he sometido a un reciclaje cultural gracias al aprendizaje de
un nuevo idioma, el urdu, y al conocimiento de los secretos de la cocina
pakistaní que me han proporcionado mis compañeros de piso. Otro tanto ha
sucedido con mi estética. Me he librado de la tiranía del traje que me tanto me
angustiaba cuando tenía que ir a la oficina. Ahora visto informal, como siempre
había deseado y me paso el día en bañador y camiseta, que es la única ropa que
tengo. Por fin puedo llevar el pelo largo, como a mí me gusta, y al estilo rasta,
que es el más ecológico porque no hace falta lavarlo.
Además me he sometido a un profundo reciclaje profesional. Me he
convertido en un emprendedor. He creado una empresa, ECOFOOD, de la que soy
dueño. Un negocio de comida ecológica a domicilio especializado en cocina
asiática que proporciona empleo a mis compañeros de piso. Es un negocio redondo
y sostenible: materia prima gratis (residuos orgánicos de comida con fecha de
caducidad inminente, siempre cumpliendo los criterios de higiene alimentaria de
Arias Cañete, obtenidos por mis empleados
durante su recorrido diario por los supermercados de la ciudad a la hora
del cierre) que mis cocineros transforman en deliciosos shwarma, faláfel y
durum deconstruidos; conexión wi-fi gratuita (gracias a la gentileza del bar de
la esquina); escaso gasto en combustible (el reparto lo realizan mis chicos en
bicicleta) y administración eficiente (para gestionar los pedidos utilizo un PC reciclado que monté a partir de los restos
de varios ordenadores encontrados en la basura).
La cosa va tan bien que he hecho una
incursión en el mundo de la moda con la puesta en marcha de un negocio que
empieza a andar con buen pie: ECOFOOT. Una empresa de venta a domicilio de sandalias ecológicas que
mis operarios elaboran, bajo mi atenta supervisión, a partir de neumáticos usados y retales de
ropa vieja rescatados de vertederos y contenedores. Y todo ello sin apenas
contaminar ya que tanto los talleres como los almacenes se ubican en nuestro
domicilio.
Así que tengo una vida amorosa plena, vivo
como quiero y me estoy enriqueciendo a marchas forzadas mientras cuido nuestro
planeta. Y todo se lo debo a mi ex.
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