Llegué a la puerta del Satélite sobre la una, después de cenar unas
pizzas con mis compañeros y tomarme dos birras en nuestro piso para calentar
motores. Era sábado y mis colegas tenían que quedarse a estudiar para un examen, así que decidí salir solo. Otro compañero de la Facultad me había dicho
que en el Satélite había cantidad de pivones y era fácil pillar cacho. Me había
afeitado, puesto fijador y vestido con mi única americana para que
los de seguridad me dejasen entrar en el local. Me miré al espejo y me di cuenta de que le
daba una aire a Mario Casas. Molaba tanto mi look que me hice una foto antes
de salir de casa y la puse en mi perfil del WhatsApp.
Mientras
hacía cola para entrar en la disco, aproveché para intercambiar varios mensajes por WhatsApp con mis
amigos bromeando sobre los gorilas de la puerta y un hipotético tacto rectal a mi persona. Pasé el control sin problemas. El Satélite estaba animado,
pero no lleno. Me acerqué hasta la barra y pedí una cerveza. Hice una foto de
la pista de baile en la que salían varias chicas buenísimas y se la envié a los
colegas por WhatsApp para darles envidia. Al poco, se me acercó un pivón de los
que bailaban en la pista. Pidió una Coca-Cola al camarero y me habló:
-Hola, soy Mónica.
-Hola -contesté sorprendido. No estoy
acostumbrado a que me entren las pavas guapas.
-¿Cómo te llamas?
-Eduardo –respondí mientras pensaba en
enviarle un WhatsApp informándole de que yo era de Cuenca, estudiaba tercero de Derecho, era miembro del equipo de rugby de la Uni, me gustaba el
cine de ciencia ficción y era la primera vez que estaba en el Satélite.
-Mola la música, ¿verdad?
-Mola –contesté antes de hacerle un scanner
completo. La pava estaba buenísima y llevaba un vestido muy ajustado que le
marcaba unos melones perfectos-. ¿Y tu móvil? -pregunté dispuesto a
conquistarla.
-No
lo cojo nunca cuando salgo de fiesta.
-Vale
–dije decepcionado. Si hubiera tenido móvil le habría dicho por el WhatsApp que
era la chica muy sexy de la discoteca y que se parecía a Jessica Alba.
-Está
canción me encanta, Eduardo -dijo cuando empezó a sonar un tema nuevo-. ¿Bailamos?
-Vale.
Me
cogió de la mano y tiró de mí. La seguí en silencio hasta la pista. Comenzó a bailar
como una gogó mientras yo apenas era capaz de menearme. “¡Qué pena no poderle
mandar un WhatsApp para decirle lo dulces que eran sus ojos almendrados, lo
bonita que era su sonrisa y lo sensual que resultaba su danza!”, pensé.
-¿Te gusta Ryanna, Eduardo? -me preguntó acercando los labios a mi oreja a mitad de canción.
-Sí
-contesté acelerando mis movimientos para demostrarle la veracidad de mi afirmación.
Cuando cambiaron la música, Mónica volvió a
cogerme de la mano para conducirme de regreso a la barra. Se secó las gotitas
de sudor de su frente con una servilleta y bebió un largo sorbo de su refresco.
Yo apuré mi birra sin poder apartar los ojos de su cara.
-¿Estás
bien?-me dijo.
-Sí
–respondí, mientras pensaba que por WhatsApp le habría dicho que el sudor que
perlaba su frente hacía su rostro aún más hermoso o que me moría por probar sus
labios de fresa.
-Voy
un momento al baño, cariño -afirmó antes de darme un beso en la mejilla.
-Vale.
-Y,
cuando salga, nos vamos a tomar algo a un sitio más tranquilo –añadió sonriente.
Me
quedé mirando su cuerpo perfecto alejarse mientras maldecía mi mala suerte. No podía ligar con aquel pivón. ¿Cómo iba a decirle lo que sentía por ella si no llevaba móvil? ¿Por
qué me tocaban siempre las más raritas? ¿Cómo se iba a enrollar nadie con una
tía que se dejaba su smartphone en casa? Imposible hablar con ella. ¿Cuál sería la siguiente sorpresa? ¿No disponer
de Wi-Fi en su piso? ¿No tener cuenta en Facebook?... Una locura. La sociedad estaba enferma. La gente ya
no se relacionaba. No hablábamos y, al no comunicarnos, los individuos nos estábamos deshumanizando.
Abandoné el local a toda prisa, no quería que la tía rara me pillara. De
camino hacia nuestro piso de estudiantes, le escribí un WhatsApp a mi compañero
de
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